EN LA LUZ
Una Novela Espiritual
Armonía Martín
Video presentación: https://www.youtube.com/watch?v=jjUvLvaSYPo
Hay en esta obra una gran riqueza de temas y experiencias, y unas cuantas líneas no pueden abarcar las luminosas historias que contiene. Lo que sí podemos asegurar es que nos encontramos ante una novela extraordinaria dentro de la narrativa espiritual.
Con un estilo de gran belleza, la obra nos introduce en la vida de la joven profesora de literatura, Silvia Vidal. Su calidad humana y su empatía la convierten en alguien muy querido en el instituto de enseñanza secundaria donde trabaja. Dotada de un excepcional don para sanar, colabora con el Hospital Joseph Lister de Barcelona, en el que se ha ganado el cariño y el aprecio de los pacientes.
El mundo de luces y sombras que rodea a la protagonista, los hechos lacerantes, las difamaciones y las situaciones críticas que se ve obligada a afrontar la afectarán en lo más hondo de su ser. Inmersa en una atmósfera que acaba siendo asfixiante para ella, decidirá abandonar su profesión, su hogar y todo cuanto amaba para refugiarse en la soledad y el silencio de los bosques alpinos. Un intenso trabajo espiritual sobre sí misma la va conduciendo a un estado interno de profunda paz que culminará en luminosas experiencias místicas…
Una obra que impresiona muy gratamente. Lleva consciencia al lector y lo conduce a estados de sosiego y armonía. La novela nos pone en contacto con temas existenciales que no nos dejan indiferentes. Nos presenta, además, una naturaleza de exuberante belleza, donde se desdibuja la línea divisoria entre el ser humano y las criaturas del bosque; donde se establece entre unos y otros una cálida relación de entendimiento y amistad, de respeto y ternura.
En la Luz es un relato inolvidable que abraza el corazón del lector y se queda brillando en su alma. Una novela que nos traslada a los niveles de conciencia donde la vida se ve radiante y hermosa.
FRAGMENTO DE LA OBRA
CAPÍTULO 1
Con el mes de noviembre llegaron las lluvias. Los bosques se
cubrieron de hojas secas y el olor a tierra mojada llenó el ambiente
con un aroma fresco y nuevo.
El reloj sonó a las seis de la mañana. Seguera bostezaba envuelta
en la niebla. Silvia alargó el brazo en dirección a la mesita de noche
y detuvo la alarma. Una hora después se hallaba en el coche,
conduciendo por las estrechas y sinuosas carreteras que llevaban al
instituto.
Cuando los primeros rayos de sol aparecieron por el horizonte,
aparcó el vehículo a un lado del camino y se permitió admirar la
belleza que la vida desplegaba a su alrededor. Transcurrieron así
algunos minutos, sumida la joven profesora de literatura en una
serena contemplación. El sonido estruendoso de una bocina la sacó
de su ensimismamiento. Sergi Folguerola pasó veloz en su vespa. La
saludó con un gesto de la mano y Silvia supo que era el momento de
regresar a su cotidiana realidad.
La jornada comenzaba a las ocho. Le gustaba llegar temprano
y abrir las persianas para que entrara la luz del día. El instituto de
Seguera, el Vilafont, estaba ubicado a las afueras del municipio,
rodeado de extensos campos de cultivo y granjas ganaderas. Más
allá se alzaban los poderosos robles y otros árboles que señalaban la
entrada al monte. Era un entorno hermoso.
Silvia amaba su profesión. Sus clases tenían siempre un
componente espiritual y humano. Lo que transmitían iba más allá de
los meros conocimientos académicos. Los estudiantes lo captaban
vagamente, aunque luego no alcanzaban a explicarlo con palabras.
A media mañana hubo un descanso de veinte minutos que
aprovechó para corregir redacciones. Sentía los párpados cansados.
Pasaba algunas tardes en el Hospital Joseph Lister de Barcelona,
colaborando con el bienestar de los enfermos a través de la terapia
energética. Silvia elevaba su corazón hasta que se producía aquella
conexión hermosa con un plano superior de la existencia. No habría
podido definirlo, pero sabía que era una dimensión llena de belleza,
habitada por la Gracia y la paz que no se encuentran en este mundo.
Percibía, a continuación, el fluir de un intenso campo de energía
a través de sus manos y estas buscaban en el paciente los órganos
agonizantes o el alma destrozada por el abatimiento o el dolor.
Por su condición de terapeuta, se la autorizó a efectuar una
escucha activa con quienes lo solicitaran, de modo que a veces
se establecía una cálida y sanadora conversación entre ella y el
ingresado.
Se hizo muy amiga de María Gisbert, la enfermera jefe de la
séptima planta. Era la sección más dura. Casi cada día moría algún
enfermo. María se lo había advertido unos meses antes, cuando fue
admitida para colaborar en aquel sector:
—Silvia, no debes encariñarte con ningún paciente. ¿Me
comprendes, reina? Los que vienen aquí están de paso… Implicarte
con ellos emocionalmente te haría sufrir.
Sabía de qué hablaba. La reikista trató de seguir su consejo, pero
cuando quiso darse cuenta, la muchacha de la 703 ocupaba ya un
lugar muy profundo en su corazón.
Recordó el día en que la había conocido:
—¡Cielo santo! ¿Qué hace aquí una chica tan joven? —le
preguntó a María. La enfermera jefe suspiró.
—Es una lastimosa historia. —Calló unos instantes. Parecía
reflexionar. Silvia aguardó en silencio—. Ven. Te invito a un café y
te lo cuento.
—No tomo café.
—¿Un refresco? —Observó el gesto de Silvia y luego añadió—:
¿Agua, entonces?
Recorrieron el largo pasillo hasta la cocina. Estaba desierto a aquella hora. María sacó dos vasos de una pequeña vitrina y los
puso sobre la mesa.
—Se llama Ana Díez y lleva aquí varios meses.
Se le permitía quedarse a su lado, acompañándola, hasta tarde.
Hacia las nueve de la noche, cuando retornaba a casa y evocaba el
estado de la muchacha, se decía a sí misma mientras circulaba por
las angostas y oscuras carreteras que conducían a Seguera: “No hay
avance, no… ¡Se la ve muy pálida y tan débil…!”
El sonido del timbre la alejó de tales consideraciones
devolviéndola al presente. Cerró la carpeta de redacciones y se
dirigió al aula de 1º de bachillerato. Algunos alumnos la esperaban
ya en la puerta y la saludaron con simpatía. Se había ganado el
cariño y el respeto de los adolescentes desde el principio. También,
del profesorado.
Estuvo lloviendo durante toda la mañana. Poco antes de que
finalizara la jornada, el tiempo empeoró y arreció la tormenta. La
abundante lluvia provocó el desbordamiento del río que atravesaba
la ciudad y, de regreso a su hogar, Silvia detuvo el coche para
contemplarlo. Sonó el móvil dentro de su bolso. Al contestar,
reconoció la voz grave, inconfundible, de Mario.
—Estoy tratando de llegar a casa, si es que la madre naturaleza
me lo permite —contestó ella al saludo, y sonrió ligeramente al
hacerlo.
Mario comprendió.
—También aquí está diluviando. ¿Cómo te ha ido la semana?
—Bien. Mucho trabajo… Estamos en época de exámenes. ¿Nos
vemos el sábado en casa de Julio?
—¿Paso a buscarte a las cinco?
—Tendrás que desviarte de tu ruta y no quisiera importunarte…
—Sabes que tu compañía es para mí uno de los mayores placeres
de que puedo gozar.
Era sincero. Silvia lo sabía.
—A las cinco, entonces. Gracias, Mario.
* * *
Desde primera hora del sábado estuvo el doctor Prat de Sala
trabajando en su consulta. Algunos de sus pacientes presentaban
mejoras importantes. Los progresos se debían a los cambios
que había introducido en los tratamientos. Era una autoridad
en biología celular. En los largos años de estudio en la facultad
de medicina, había aprendido muchas cosas sobre la salud y la
enfermedad. Pero los conocimientos definitivos, más avanzados,
le llegaron un quinquenio después, tras conocer en un congreso al
eminente científico alemán Johann Renner. Este lo puso al corriente
de los últimos descubrimientos para la sanación del cáncer y otras
dolencias de las llamadas “incurables”, y le ofreció la posibilidad de
colaborar en una importante investigación que estaba llevando a
cabo junto a un equipo de genetistas americanos.
Mario Prat de Sala había abandonado la ortodoxia universitaria
para abrazar estos métodos innovadores que estaban teniendo
resultados extraordinarios, y se convirtió en un proscrito para
el cuerpo médico oficial. Se diplomó en naturopatía; luego, en
kinesiología y acupuntura. Ahondó en sus conocimientos sobre la
física cuántica y colaboró en diversos estudios de epigenética que
fueron decisivos para cambiar el paradigma por el que hasta entonces
se había regido la ciencia. El modelo newtoniano retrocedió frente
a la visión cuántica del universo, más integradora y cercana a la
realidad.
Cuando alguien acudía a su consulta aquejado de psoriasis,
sobrepeso, algún tumor o cualquier otra afección, Prat de Sala
preguntaba casi invariablemente: “¿Qué come usted?”, para añadir
a continuación: “¿Y cómo está viviendo su vida?”
Modificar la dieta del paciente se convirtió en un aspecto
importante de su terapia. Recomendaba también baños de sol,
andar por la naturaleza y tener la mente en paz. “Los conflictos de
conciencia son el caldo de cultivo de las enfermedades”, les decía a
sus clientes.
A las cinco en punto del sábado, Silvia salió de su casa. Mario
la esperaba ya fuera del coche dando cortos paseos por la acera.
La observó mientras se acercaba risueña, serena, muy hermosa. La
había conocido tiempo atrás, en la conferencia que Eckhart Tolle
pronunciara en Barcelona. Quedó prendado de su belleza nada
más verla. Sus ojos verde hierba lo sedujeron hasta el punto de
que pasó varios días sin poder conciliar el sueño en profundidad,
obsesionado por volver a ver a esta mujer que se le antojaba una
aparición de otro mundo. Las extrañas casualidades de la vida los
reunió algunos meses después en el domicilio de Julio Vergara.
Mario la vio entrar en el amplio salón de la casa del pintor y caminar
hacia el pequeño grupo de personas que hablaba animadamente.
Los saludó uno a uno, abrazándolos con calidez. Supo él, entonces,
que había encontrado el amor de su vida y que jamás sería capaz de
amar a ninguna otra mujer como a aquella…